viernes, 27 de marzo de 2015

EL PROBLEMA ECONÓMICO DEL MASOQUISMO. (1924). SIGMUND FREUD



 "Enamorados de la Plaza de Toros". Miguel O. Menassa. 2008



El problema económico del masoquismo - 1924

La aparición de la tendencia masoquista en la vida instintiva humana plantea, desde el punto de vista económico, un singular enigma. En efecto, si el principio del placer rige los procesos psíquicos de tal manera que el fin inmediato de los mismos es la evitación de displacer y la consecución de placer, el masoquismo ha de resultar verdaderamente incomprensible. El hecho de que el dolor y el displacer puedan dejar de ser una mera señal de alarma y constituir un fin, supone una paralización del principio del placer: el guardián de nuestra vida anímica habría sido narcotizado. El masoquismo se nos demuestra así como un gran peligro, condición ajena al sadismo, su contrapartida. En el principio del placer nos inclinamos a ver el guardián de nuestra existencia misma, y no sólo el de nuestra vida anímica. Se nos plantea, pues, la labor de investigar la relación del principio del placer con los dos órdenes de instintos por nosotros diferenciados -los instintos de muerte y los instintos de vida eróticos (libidinosos)-, y no nos será posible avanzar en el estudio del problema masoquista antes de haber llevado a cabo tal investigación.

En otro lugar hemos presentado el principio que rige todos los procesos anímicos como un caso especial de la tendencia a la estabilidad (Fechner), adscribiendo así al aparato anímico la intención de anular la magnitud de excitación a él afluyente o, por lo menos, la de mantenerla en un nivel poco clavado. Bárbara Low ha dado a esta supuesta tendencia el nombre de principio del nirvana, denominación que nosotros aceptamos. De momento identificaremos este principio del nirvana con el principio del placer-displacer. Todo displacer habría, pues, de coincidir con una elevación; todo placer, con una disminución de la excitación existente en lo anímico y, por tanto, el principio del nirvana (y el principio del placer que suponemos idéntico) actuaría por completo al servicio de los instintos de muerte, cuyo fin es conducir la vida inestable a la estabilidad del estado inorgánico, y su función sería la de prevenir contra las exigencias de los instintos de vida de la libido de intentar perturbar tal recurso de la vida. Pero esta hipótesis no puede ser exacta. Ha de suponerse que en la serie gradual de las sensaciones de tensión sentimos directamente el aumento y la disminución de las magnitudes de estímulo, y es indudable que existen tensiones placientes y distensiones displacientes. El estado de excitación sexual nos ofrece un acabado ejemplo de tal incremento placiente del estímulo y seguramente no es el único. El placer y el displacer no pueden ser referidos, por tanto, al aumento y la disminución de una cantidad a la que denominamos tensión del estímulo, aunque, desde luego, presenten una estrecha relación con este factor. Mas no parecen enlazarse a este factor cuantitativo, sino a cierto carácter del mismo, de indudable naturaleza cualitativa. Habríamos avanzado mucho en psicología si pudiéramos indicar cuál es este carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo, el orden temporal de las modificaciones, de los aumentos y disminuciones de la cantidad de estímulo. Pero no lo sabemos.

De todos modos, hemos de reparar que el principio del nirvana adscrito al instinto de muerte ha experimentado en los seres animados una modificación que lo convirtió en el principio del placer, y en adelante evitaremos confundir en uno solo ambos principios. No es difícil adivinar, siguiendo la orientación que nos marcan estas reflexiones, el poder que impuso tal modificación. No pudo ser sino el instinto de la vida, la libido, el cual conquistó de este modo supuesto al lado del instinto de muerte en la regulación de los procesos de la vida. Se nos ofrece así una serie de relaciones muy interesantes: el principio del nirvana expresa la tendencia del instinto de muerte; el principio del placer representa la aspiración de la libido; y la modificación de este último principio, el principio de la realidad, corresponde a la influencia del mundo exterior. Ninguno de estos principios queda propiamente anulado por los demás, y en general coexisten los tres armónicamente, aunque en ocasiones hayan de surgir conflictos provocados por la diversidad de sus fines respectivos, la disminución cuantitativa de la carga de estímulo, la constitución de un carácter cualitativo de la misma o el aplazamiento temporal de la descarga de estímulos y la aceptación provisional de la tensión displaciente.

Todas estas reflexiones culminan en la conclusión de que no es posible dejar de considerar el principio del placer como guardián de la vida. Volvamos ahora al masoquismo, el cual se ofrece a nuestra observación en tres formas distintas: como condicionante de la excitación sexual, como una manifestación de la femineidad y como una norma de la conducta vital. Correlativamente podemos distinguir un masoquismo erógeno, femenino y moral. El primero, el masoquismo erógeno, o sea el placer en el dolor, constituye también la base de las dos formas restantes; hemos de atribuirle causas biológicas y constitucionales y permanece inexplicable si no nos arriesgamos a formular algunas hipótesis sobre ciertos extremos harto oscuros. La tercera forma del masoquismo, y en cierto sentido la más importante, ha sido explicada recientemente por el psicoanálisis como una conciencia de culpabilidad, inconsciente en la mayor parte de los casos, quedando plenamente aclarada y adscrita a los restantes descubrimientos analíticos. Pero la forma más fácilmente asequible a nuestra observación es el masoquismo femenino, que no plantea grandes problemas y de cuyas relaciones obtenemos pronto una clara visión total. Comenzaremos, pues, por él nuestra exposición.

Esta forma del masoquismo en el hombre (al que por razones dependientes de nuestro material de observación nos limitaremos) nos es suficientemente conocida por las fantasías de sujetos masoquistas (e impotentes muchas veces a causa de ello), las cuales fantasías culminan en actos onanistas o representan por sí solas una satisfacción sexual. Con estas fantasías coinciden luego por completo las situaciones reales creadas por los perversos masoquistas bien como fin en sí, bien como medio de conseguir la erección y como introducción al acto sexual. En ambos casos -las situaciones creadas no son sino la representación plástica de las fantasías- el contenido manifiesto consiste en que el sujeto es amordazado, maniatado, golpeado, fustigado, maltratado en una forma cualquiera, obligado a una obediencia incondicional, ensuciado o humillado. Mucho más raramente, y sólo con grandes restricciones, es incluida en este contenido una mutilación. La interpretación más próxima y fácil es la de que el masoquista quiere ser tratado como un niño pequeño, inerme y falto de toda independencia, pero especialmente como un niño malo. Creo innecesaria una exposición casuística; el material es muy homogéneo y accesible a todo observador, incluso a los no analíticos.

Ahora bien: cuando tenemos ocasión de estudiar algunos casos en los cuales las fantasías masoquistas han pasado por una elaboración especialmente amplia, descubrimos fácilmente que el sujeto se transfiere en ellas a una situación característica de la femineidad: ser castrado, soportar el coito o parir. Por esta razón he calificado a posteriori de femenina esta forma del masoquismo, aunque muchos de sus elementos nos orientan hacia la vida infantil. Más adelante hallaremos una sencilla explicación de esta superestructuración de lo infantil y lo femenino. La castración o la pérdida del sentido de la vista, que puede representarla simbólicamente, deja muchas veces su huella negativa en dichas fantasías, estableciendo en ellas la condición de que ni los genitales ni los ojos han de sufrir daño alguno. (De todas formas, los tormentos masoquistas no son nunca tan impresionantes como las crueldades fantaseadas o escenificadas del sadismo.) En el contenido manifiesto de las fantasías masoquistas se manifiesta también un sentimiento de culpabilidad al suponerse que el individuo correspondiente ha cometido algún hecho punible (sin determinar cuál) que ha de ser castigado con dolorosos tormentos. Se nos muestra aquí algo como una racionalización superficial del contenido masoquista; pero detrás de ella se oculta una relación con la masturbación infantil. Este factor de la culpabilidad conduce, por otro lado, a la tercera forma, o forma moral del masoquismo.

El masoquismo femenino descrito reposa por completo en el masoquismo primario erógeno, el placer en el dolor, para cuya explicación habremos de llevar mucho más atrás nuestras reflexiones. En mis Tres ensayos sobre una teoría sexual, y en el capítulo dedicado a las fuentes de la sexualidad infantil, afirmé que la excitación sexual nace, como efecto secundario, de toda una serie de procesos internos en cuanto la intensidad de los mismos sobrepasa determinados límites cuantitativos. Puede incluso decirse que todo proceso algo importante aporta algún componente a la excitación del instinto sexual. En consecuencia, también la excitación provocada por el dolor y el displacer ha de tener tal consecuencia. Esta coexcitación libidinosa en la tensión correspondiente al dolor o al displacer sería un mecanismo fisiológico infantil que desaparecería luego. Variable en importancia, según la constitución sexual del sujeto, suministraría en todo caso la base sobre la cual puede alzarse más tarde, como superestructura psíquica, el masoquismo erógeno.

Esta explicación nos resulta ya insuficiente, pues no arroja luz ninguna sobre las relaciones íntimas y regulares del masoquismo con el sadismo, su contrapartida en la vida instintiva. Si retrocedemos aún más, hasta la hipótesis de los dos órdenes de instintos que suponemos actúan en los seres animados, descubrimos una distinta derivación, que no contradice, sin embargo, la anterior. La libido tropieza en los seres animados (pluricelulares) con el instinto de muerte o de destrucción en ellos dominantes, que tiende a descomponer estos seres celulares, y a conducir cada organismo elemental al estado de estabilidad anorgánica (aun cuando tal estabilidad sólo sea relativa). Se le plantea, pues, la labor de hacer inofensivo este instinto destructor, y la lleva a cabo orientándose en su mayor parte, y con ayuda de un sistema orgánico especial, el sistema muscular, hacia fuera, contra los objetos del mundo exterior. Tomaría entonces el nombre de instinto de destrucción, instinto de aprehensión o voluntad de poderío. Una parte de este instinto queda puesta directamente al servicio de la función sexual, cometido en el que realizará una importantísima labor. Este es el sadismo propiamente dicho. Otra parte no colabora a esta transposición hacia lo exterior, pervive en el organismo y queda fijada allí libidinosamente con ayuda de la coexcitación sexual antes mencionada. En ella hemos de ver el masoquismo primitivo erógeno.

Carecemos por completo de un conocimiento psicológico de los caminos y los medios empleados en esta doma del instinto de muerte por la libido. Analíticamente, sólo podemos suponer que ambos instintos se mezclan formando una amalgama de proporciones muy variables. No esperaremos, pues, encontrar instintos de muerte o instintos de vida puros, sino distintas combinaciones de los mismos. A esta mezcla de los instintos puede corresponder, en determinadas circunstancias, su separación. Por ahora no es posible adivinar qué parte de los instintos de muerte es la que escapa a tal doma, ligándose a elementos libidinosos. Aunque no con toda exactitud, puede decirse que el instinto de muerte que actúa en el organismo -el sadismo primitivo- es idéntico al masoquismo. Una vez que su parte principal queda orientada hacia el exterior y dirigida sobre los objetos, perdura en lo interior, como residuo suyo, el masoquismo erógeno propiamente dicho, el cual ha llegado a ser, por un lado, un componente de la libido; pero continúa, por otro, teniendo como objeto el propio individuo. Así, pues, este masoquismo sería un testimonio y una supervivencia de aquella fase de la formación en la que se formó la amalgama entre el instinto de muerte y el Eros, suceso de importancia esencial para la vida.

No nos asombrará oír, por tanto, que en determinadas circunstancias el sadismo o instinto de destrucción orientado hacia el exterior o proyectado puede ser vuelto hacia el interior, o sea introyectado de nuevo, retornando así por regresión a su situación anterior. En este caso producirá el masoquismo secundario que se adiciona al primitivo. El masoquismo primitivo pasa por todas las fases evolutivas de la libido y toma de ellas sus distintos aspectos psíquicos. El miedo a ser devorado por el animal totémico (el padre) procede de la primitiva organización oral; el deseo de ser maltratado por el padre, de la fase sádico-anal inmediata; la fase fálica de la organización introduce en el contenido de las fantasías masoquistas la castración  ; más tarde, excluida de ellas y de la organización genital definitiva, se derivan naturalmente las situaciones femeninas, características de ser sujeto pasivo del coito y parir. También nos explicamos fácilmente el importante papel desempeñado por el masoquismo por una cierta parte del cuerpo humano (las nalgas), pues es la parte del cuerpo erógenamente preferida en la fase anal-sádica, como lo es el pecho en la fase oral y el pene en la fase genital.

La tercera forma del masoquismo, el masoquismo moral, resulta, sobre todo, singular, por mostrar una relación mucho menos estrecha con la sexualidad. A todos los demás tormentos masoquistas se enlaza la condición de que provengan de la persona amada y sean sufridos por orden suya, limitación que falta en el masoquismo moral. Lo que importa es el sufrimiento mismo, aunque no provenga del ser amado, sino de personas indiferentes o incluso de poderes o circunstancias impersonales. El verdadero masoquismo ofrece la mejilla a toda posibilidad de recibir un golpe. Nos inclinaríamos, quizá a prescindir de la libido en la explicación de esta conducta, limitándonos a suponer que el instinto de destrucción ha sido nuevamente orientado hacia el interior y actúa contra el propio yo; pero hemos de tener en cuenta que los usos del lenguaje han debido de hallar algún fundamento para no haber abandonado la relación de esta norma de conducta con el erotismo y dar también a estos individuos que se martirizan a sí mismos el nombre de masoquistas.

Fieles a una costumbre técnica, nos ocuparemos primeramente de la forma externa, indudablemente patológica, de este masoquismo. Ya en otro lugar expusimos que el tratamiento analítico nos presenta pacientes cuyaconducta contra el influjo terapéutico nos obliga a adscribirles un sentimiento «inconsciente» de culpabilidad. En este mismo trabajo indicamos en qué nos es posible reconocer a tales personas («la reacción terapéutica negativa»), y no ocultamos tampoco que la energía de tales impulsos constituye una de las más graves resistencias del sujeto y el máximo peligro para el buen resultado de nuestros propósitos médicos o pedagógicos. La satisfacción de este sentimiento inconsciente de culpabilidad es quizá la posición más fuerte de la «ventaja de la enfermedad», o sea de la suma de energías que se rebela contra la curación y no quiere abandonar la enfermedad. Los padecimientos que la neurosis trae consigo constituyen precisamente el factor que da a esta enfermedad un alto valor para la tendencia masoquista. Resulta también muy instructivo comprobar que una neurosis que ha desafiado todos los esfuerzos terapéuticos puede desaparecer, contra todos los principios teóricos y contra todo lo que era de esperar, una vez que el sujeto contrae un matrimonio que le hace desgraciado, pierde su fortuna o contrae una peligrosa enfermedad orgánica. Un padecimiento queda entonces sustituido por otro y vemos que de lo que se trataba era tan sólo de poder conservar cierta medida de dolor.

El sentimiento inconsciente de culpabilidad no es aceptado fácilmente por los enfermos. Saben muy bien en qué tormento (remordimientos) se manifiesta un sentimiento consciente de culpabilidad, y no pueden, por tanto, convencerse de que abrigan en su interior movimientos análogos de los que nada perciben. A mi juicio, satisfacemos en cierto modo su objeción renunciando al nombre de «sentimiento inconsciente de culpabilidad» y sustituyéndolo por el de «necesidad de castigo». Pero no podemos prescindir de juzgar y localizar este sentimiento inconsciente de culpabilidad conforme al modelo del consciente. Hemos adscrito al superyó la función de la conciencia moral y hemos reconocido en la conciencia de la culpabilidad una manifestación de una tensión entre el yo y el superyó. El yo reacciona con sentimientos de angustia a la percepción de haber permanecido por debajo de las exigencias de su ideal, el superyó. Querremos saber ahora cómo el superyó ha llegado a tal categoría y por qué el yo ha de sentir miedo al surgir una diferencia con su ideal. Después de indicar que el yo encuentra su función en unir y conciliar las exigencias de las tres instancias a cuyo servicio se halla, añadiremos que tiene en el superyó un modelo al cual aspirar. Este superyó es tanto el representante del Ello como el del mundo exterior. Ha nacido por la introyección en el yo de los primeros objetos de los impulsos libidinosos del Ello -el padre y la madre-, proceso en el cual quedaron desexualizadas y desviadas de los fines sexuales directos las relaciones del sujeto con la pareja parental, haciéndose de este modo posible el vencimiento del complejo de Edipo.

El superyó conservó así caracteres esenciales de las personas introyectadas: su poder, su rigor y su inclinación a la vigilancia y al castigo. Como ya hemos indicado en otro lugar   ha de suponerse que la separación de los instintos, provocada por tal introducción en el yo, tuvo que intensificar el rigor. El superyó, o sea la conciencia moral que actúa en él, puede, pues, mostrarse dura, cruel e implacable contra el yo por él guardado. El imperativo categórico de Kant es, por tanto, el heredero directo del complejo de Edipo.

Pero aquellas mismas personas que continúan actuando en el superyó, como instancia moral después de haber cesado de ser objeto de los impulsos libidinosos del Ello, pertenecen también al mundo exterior real. Han sido tomados de este último, y su poder, detrás del cual se ocultan todas las influencias del pasado y de la tradición, era una de las manifestaciones más sensibles de la realidad. A causa de esta coincidencia, el superyó, sustitución del complejo de Edipo, llega a ser también el representante del mundo exterior real, y de este modo, el prototipo de las aspiraciones del yo. El complejo de Edipo demuestra ser así, como ya lo supusimos desde el punto de vista histórico, la fuente de nuestra moral individual. En el curso de la evolución infantil, que separa paulatinamente al sujeto de sus padres, va borrándose la importancia personal de los mismos para el superyó. A las «imágenes» de ellos restantes se agregan luego las influencias de los maestros del sujeto y de las autoridades por él admiradas, de los héroes elegidos por él como modelos, personas que no necesitan ya ser introyectadas por el yo, más resistente ya. La última figura de esta serie iniciada por los padres es el Destino, oscuro poder que sólo una limitada minoría humana llega a aprehender impersonalmente.

No encontramos gran cosa que oponer al poeta holandés Multatuli, cuando sustituye la M oira (Destino), de los griegos por la pareja divina A ogcoz csi  'A nsgch (Razón y Necesidad), pero todos aquellos que transfieren la dirección del suceder universal a Dios, o a Dios y a la Naturaleza, despiertan la sospecha de que sienten todavía estos poderes tan extremos y lejanos como una pareja parental y se creen enlazados a ellos por ligámenes libidinosos. En El «yo» y el «Ello» he intentado derivar el miedo real del hombre a la muerte de tal concepción parental del Destino. Muy difícil me parece libertarnos de ella. Después de las consideraciones preparatorias que anteceden podemos retornar al examen del masoquismo moral. Decíamos que los sujetos correspondientes despiertan por su conducta en el tratamiento y en la vida la impresión de hallarse excesivamente coartados moralmente, encontrándose bajo el dominio de una conciencia moral singularmente susceptible, aunque esta «supermoral» no se haga consciente en ellos. Un examen más detenido nos descubre la diferencia que separa del masoquismo a tal continuación inconsciente de la moral. En esta última, el acento recae sobre el intenso sadismo del superyó, al cual se somete el yo; en el masoquismo moral, el acento recae sobre el propio masoquismo del yo, que demanda castigo, sea por parte del superyó, sea por los poderes parentales externos. Nuestra confusión inicial es, sin embargo, excusable, pues en ambos casos se trata de una relación entre el yo y el superyó, o poderes equivalentes a este último, y de una necesidad satisfecha por el castigo y el dolor.

Constituye, pues, una circunstancia accesoria, casi indiferente, el que el sadismo del superyó se haga, por lo general, claramente consciente, mientras que la tendencia masoquista del yo permanece casi siempre oculta a la persona y ha de ser deducida de su conducta. La inconsciencia del masoquismo moral nos dirige sobre una pista inmediata. Pudimos interpretar el «sentimiento inconsciente de culpabilidad» como una necesidad de castigo por parte de un poder mental. Sabemos ya también que el deseo de ser maltratado por el padre, tan frecuente en las fantasías, se halla muy próximo al de entrar en una relación sexual pasiva (femenina) con él, siendo tan sólo una deformación regresiva del mismo. Aplicando esta explicación al contenido del masoquismo moral, se nos revelará su sentido oculto. La conciencia moral y la moral han nacido por la superación y la desexualización del complejo de Edipo; el masoquismo moral sexualiza de nuevo la moral, reanima el complejo de Edipo y provoca una regresión desde la moral al complejo de Edipo. Todo esto no beneficia ni a la moral ni al individuo. Este puede haber conservado al lado de su masoquismo plena moralidad o cierta medida de moralidad; pero también puede haber perdido, a causa del masoquismo, gran parte de su conciencia moral. Por otro lado, el masoquismo crea la tentación de cometer actos «pecaminosos», que luego habrán de ser castigados con los reproches de la conciencia moral sádica (así en tantos caracteres de la literatura rusa) o con las penas impuestas por el gran poder parental del Destino. Para provocar el castigo por esta última representación parental tiene el masoquismo que obrar inadecuadamente, laborar contra su propio bien, destruir los horizontes que se le abren en el mundo real e incluso poner término a su propia existencia real.

El retorno del sadismo contra la propia persona se presenta regularmente con ocasión del sojuzgamiento cultural de los instintos, que impide utilizar al sujeto en la vida una gran parte de sus componentes instintivos destructores. Podemos representarnos que esta parte rechazada del instinto de destrucción surge en el yo como una intensificación del masoquismo. Pero los fenómenos de la conciencia moral dejan adivinar que la destrucción que retorna al yo desde el mundo exterior es también acogida por el superyó, aunque no haya tenido efecto la transformación indicada, quedando así intensificado su sadismo contra el yo. El sadismo del superyó y el masoquismo del yo se completan mutuamente y se unen para provocar las mismas consecuencias. A mi juicio, sólo así puede comprenderse que del sojuzgamiento de los instintos resulte -con frecuencia o en general- un sentimiento de culpabilidad y que la conciencia moral se haga tanto más rígida y susceptible cuanto más ampliamente renuncia el sujeto a toda agresión contra otros. Pudiera esperar que un individuo que se esfuerza en evitar toda agresión culturalmente indeseable habría de gozar de una conciencia tranquila y vigilar menos desconfiadamente a su yo. Generalmente, se expone la cuestión como si la exigencia moral fuese lo primario y la renuncia al instinto una consecuencia suya: Pero de este modo permanece inexplicado el origen de la moralidad. En realidad, parece suceder todo lo contrario; la primera renuncia al instinto es impuesta por poderes exteriores y crea entonces la moralidad, la cual se manifiesta en la conciencia moral y exige más amplia renuncia a los instintos.

El masoquismo moral resulta así un testimonio clásico de la existencia de la mezcla o fusión de los instintos. Su peligro está en proceder del instinto de muerte y corresponder a aquella parte del mismo que eludió ser proyectada al mundo exterior en calidad de instinto de destrucción. Pero, como además integra la significación de un componente erótico, la destrucción del individuo por sí propio no puede tener efecto sin una satisfacción libidinosa.

Sigmund Freud
Traducción de Luis López Ballesteros

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